La atracción del terror

Todos nos hemos preguntado alguna vez cómo es posible que alguien sienta placer en contacto con el terror. También, por cuáles son los beneficios que se obtienen al leer o presenciar espectáculos que provocan miedo. Y, sobre todo, cómo puede ser que una “representación” mental cause los mismos efectos que la realidad.

Para intentar responder a estas preguntas tenemos que rastrear su posible origen. Y el origen lo encontraremos en el comienzo de la historia de la persona, en su niñez, para ser más exactos. Es entonces, cuando el niño se topa con esa emoción básica que es el miedo. Es el miedo que le asaltó al entrar en el mundo, luego ante los padres, que como seres todopoderosos -míticos- le coartan su deseo de todo en cualquier momento. Ese miedo se hará extensivo más tarde, por inducción de los adultos, a elementos no visibles como los fantasmas, duendes, y otras amenazas para su seguridad. Los padres serán los primeros agentes productores de miedo en su doble cara de protectores/perseguidores de su existencia. De ahí proviene la ambivalencia que caracteriza la vida emocional de muchos adultos. El conjunto de amenazas sentidas conformará el material propio que nos acompañará durante toda la vida Ese mundo infantil, prelógico, que está poblado por infinidad de “demonios” es el que informará el pensamiento mágico de cada adulto. De esta manera, el terror que sintió el niño conformará la sensación de indefensión del futuro adulto. En consecuencia con esto, la búsqueda activa y voluntaria de lo terrorífico constituye una vuelta al mundo infantil, que se llenó de ideas inquietantes y fantasmas, y que de adulto puede ser re-visitado y re-vivido.

El cultivo de lo misterioso, y sus derivados, pone a la persona en contacto con los aspectos inciertos que acompañan el vivir.  Imaginar representaciones mentales para la muerte, tanto propia como ajena, para el vacío o para lo absurdo, constituye un ejercicio mental que puede resultar atractivo a muchos. De entre los personajes que más terror han suscitado, destaca la figura del demonio. El “maligno” vendría a representar aquellos impulsos inconfesables que todos llevamos en nuestra mente. Sería el símbolo de todo lo malo que lleva en su interior cada sujeto. Y es que todos somos portadores de aspectos que preferimos atribuir a otros, aunque sean presencias inmateriales. Lo terrorífico sería, pues la proyección al exterior de aquellas partes del yo que nos avergüenzan y humillan.  Lo mismo sucede con las brujas, las imitadoras del demonio, que en otro tiempo fueron las culpables de todos los males del mundo. De igual forma acontece con los vampiros, con el hombre lobo, con los trasgos y otros espíritus y dioses. Se atribuye a una persona, o a un grupo, todo aquello que no aceptamos en nosotros, y así la persona se siente libre de carga.

Con el mundo de la magia, Freud dijo que el hombre pretende dominar a la Naturaleza, tanto la propia suya como la exterior desafiante. También ha intentado protegerse de los otros que le son hostiles, para así poder dominarlos, mediante artes de influjo. El caso es que el hombre no tolera el sentimiento de desamparo fácilmente  y ha de inventar representaciones terroríficas para luego arremeter contra ellas. Ha buscado, y busca, toda suerte de protecciones mágicas ante la adversidad, y lo que no acepta en sí mismo. De ahí proviene la fascinación que siente ante lo terrorífico. Y es que es más fácil, juzgar como sobrenatural, perverso o ajeno, aquello que jamás va aceptar como natural y propio.

Por Carlos Espina, psicólogo